Reseña de Federico Jiménez Losantos, Poesía perdida 1969-1999, Valencia, Pre-Textos, 2001. 222 págs. Publicada en Trébede nº 64, junio 2002, pp. 89-90.
No he visto que esta recopilación suscitara mucho eco a pesar del ruinoso estado de la poesía en España y de la popularidad de su autor. Las fobias y filias que sus opiniones suscitan no son, sin duda, el mejor adobo para adentrarse sin prejuicios en su mundo lírico. Sin embargo, habrá que convenir en que, antes de que la fama le enseñara su rostro bifronte para convertirle en oráculo para unos y en pim-pam-pum de feria para otros, Federico ya había probado su sólida preparación intelectual aunque sus opiniones también discurrieran por cursos un tanto polémicos y discutibles.
La poesía del hoy popular periodista se había asomado a las prensas en un breve cuaderno titulado Poemas, quinientos ejemplares publicados en la imprenta de Luciano Gracia en junio de 1971. Allí comparte la autoría con Julián Casabón, Javier Delgado, Francisco José Boisset y María Luhisa (sic) Oliva. Se trata únicamente de tres breves textos por cabeza y los de Federico se reproducen en este nuevo libro, lo que indica que no ha sucumbido a la típica tentación autocensora de tantos que se avergüenzan de sus balbuceos literarios. Algún otro poema publicado en revistas literarias y Diván de Albarracín (1982), un único y muy interesante libro aparecido en la colección Trieste, era todo lo que hasta ahora conocíamos de la obra lírica de Jiménez Losantos.
El poeta nos ahorra con su prólogo -escrito, por cierto, con esa ya infrecuente mezcla de claridad y brillantez que caracteriza a los buenos prosistas- cualquier contextualización o glosa porque allí se nos proporcionan la historia y las claves de su trayectoria poética. Pero la poesía ha de lucir desnuda y, prescindiendo de tales escolios, la de Jiménez Losantos resulta altamente interesante y ejemplificadora del tiempo que le ha tocado vivir. Si en el primer libro, que titula Tremedal (1969-1971), podemos encontrar rasgos tan juveniles y aparentemente contradictorios como son un explicable mimetismo junto a una obvia voluntad de singularidad, hay otro mucho más infrecuente en los jóvenes, que habitualmente apuestan por la certeza y el tremendismo. Me refiero al sentido del humor -larvado, tal vez-, ya que los patrones ideológicos que por entonces parecía tener el autor no eran proclives a tal pulsión del ánimo, pero que la inteligencia no puede dejar de filtrar.
En Rambla, que recoge versos escritos entre 1972 y 1975 -quizá los años estética y creativamente, más potentes de los últimos lustros-, la expresión se hace más pura al tiempo que aumenta la variedad de registros, entre los que tampoco falta el humorístico, como sucede en el excelente «Góngora en vacaciones«.
Diván de Albarracín y Torre de Marfil contienen poemas escritos entre 1976 y 1983. De expresión desnuda y concentrada recuperan, como suele ser habitual en el transcurso de los poetas, la tierra natal con un tono suavemente elegíaco sin que falte la capacidad para convocar los elementos metafísicos con un suave distanciamiento, una voluntaria huida de la trascendencia.
Saliendo de Madrid (1989-1990) está constituido por una serie de apuntes impresionistas, un sí es no minimalistas y aforísticos, con un cierto abuso de los blancos en la tipografía pero donde a menudo sobreviene el fogonazo poético.
Aunque uno sea de los que cree que pocos poetas mejoran con el tiempo, lo que resulta más sólido y novedoso de la recopilación son los dos últimos libros, Saliendo de la Florida (1995-1996) y Libro del no (1999). El primero es un texto lúcidamente existencial con algunos toques cernudianos en la precisión de las subordinaciones circunstanciales y en la sutileza del matiz. Por otra parte, su brevedad no impide la variedad temática. Hay poemas espléndidos, como «Un momento en las nubes» o «Melancolía, certidumbre», auténtico paradigma del ideal inaccesible y, a la vez, del paraíso perdido. Es patente el predominio de la observación. El opinador pasa a ser mirada, como si el autor, saciado de su actividad pública, volviera con estoicismo la vista hacia sí hasta encontrar, como sucede en «Si no fuera», el último de los poemas, el único reino real: el de la muerte. Y sobre ésta, nuestra reina, versa el último poemario, desnudo, expresivo, lancinante e intenso.
No sé si una cierta cautela habrá llevado a sus afines a ignorar pasablemente esta poesía y me temo que sus adversarios habrán estado condicionados por el prejuicio en la valoración, pero desde ahora sería culpable excluir a Federico Jiménez Losantos de la nómina de los mejores poetas aragoneses del último cuarto de siglo.