La palabra “antofagasta” no está en el diccionario. Me dirán ustedes que, como nombre propio, no tiene por qué figurar allí y yo retrucaré que la escribí con minúscula y Díaz Cañabate, Antonio Historia de una taberna002que es término que utilizaron numerosos escritores del siglo XX en varias de sus obras para designar a alguien extemporáneo, absurdo, una especie de “marciano” o «friki», que se diría después. Quien mejor lo explica es el amenísimo Antonio Díaz Cañabate en su Historia de una tertulia (1952): “El antofagasta es, desde luego, un pelmazo, pero con características especiales (…) es ese señor que no se entera, que no habla o que lo hace a destiempo, que formula la pregunta impertinente en el peor momento, el oficioso con la figura popular, de la que no se despega y a la que descubre cada cinco minutos (…) el que ríe lo mismo cuando la cosa tiene gracia, como cuando maldita la gracia que tiene; él ríe siempre y repite la última frase del chiste, o de la anécdota, o del cuento, o de la frase ingeniosa (…) La lucha contra el antofagasta es imposible; hay que resignarse, tratarle con todo cuidado, sin mimo y sin repulsa…”, etc. etc.

Pepín BelloHay otras palabras de creación expresiva espontánea parecidas, como el “putrefacto” y el “carnuzo” de Pepín Bello y sus famosos compinches de la Residencia de Estudiantes, pero la de “antofagasta” fue utilizada por Emilio Carrère  -que ya en 1918 la imprimió por primera vez en un artículo dedicado a Edgar A. Poe-, y, después, por Gómez de la Serna, García Lorca, Cela, Zamora Vicente…, con lo cual parecía tener carta de naturaleza en el idioma pero he aquí que, ante su reiterada aparición, a la Real Academia Española se le ocurrió en 1998 incluirla en su Diccionario Histórico con la acepción de “persona cuya presencia en una tertulia o café desentona o fastidia”.

Se armó la de Dios es Cristo. Los habitantes de la verdadera Antofagasta, la bella ciudad del norte de Chile a la que se suele denominar «la perla del país andino», montaron en cólera, el alcalde llamó a la Embajada española con el ultimátum de que todo Antofagasta se iba a presentar allí y armar la tremolina. A la amenaza se unieron los obispos, la Academia chilena y cualquier tonto enterado del asunto. La Academia Española, ya en la línea de lo políticamente correcto, hubo de recular; no se incluyó la acepción por más que la palabra hubiese sido utilizada históricamente y en los años veinte la usaran muchos intelectuales para definir al pelma inevitable, ser todavía no extinguido.

En las mismas estamos en nuestro país hace años aceptando que los topónimos españoles se sustituyan por los de otras lenguas, con rúbrica o sin rúbrica parlamentaria. Sangra lo de A Coruña, sangra lo de Gipuzkoa o sangra lo de Girona, nombres que nadie pronunció nunca en español -hasta que trataron de imponerlo- ni pronunciaremos quienes, partidarios del “Tarazona no recula aunque lo mande la bula”, tenemos convicciones e, incluso, conocimientos. De nada sirve aludir al consabido “Nadie dice vengo de Den Haag (La Haya) o me voy a London” porque los partidarios del particularismo o del retroceso, en nombre de patrias que nunca lo han sido mandan aquí y allá desde que una nefasta constitución y la idea de que son progresistas los que defienden el retroceso, todo lo han confundido.

De cualquier manera uno se alinea con los de Lepe, en su línea de buen humor: “dame pan y dime tonto”, que están cada vez más satisfechos de los chistes de leperos y consideran que eso da mucha marcha, mucha alegría a su pueblo y, a veces, hasta divisas.

Así que ¡Viva Lepe! y, con perdón de los muchos chilenos capaces, ¡Abajo Antofagasta!

(Publicado en Aragón Digital, 29-30 de junio de 2011).

Antofagasta9

Antofagasta

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