Leído en «La noche de los cuentos». Encuentros Literarios de Fin de Milenio. Narrativa Aragonesa Contemporánea, Fundación Santa María de Albarracín, Albarracín (Teruel), 12 de mayo de 2000.
«Roma no paga a los traidores», solía decir mí tío. Y bien que lo aplicó. De sus tres sobrinos directos desheredó a Diego, que nunca se preocupó de él y a Hortensia que, poseída de avaricias prematuras y furores protectores, le visitaba constantemente, le abrumaba con consejos y derramaba solicitudes que hacían decir a su ama de llaves: «Ésa va a sacarle hasta la cera de los oídos». A Leandra, el ama, le dejó la casa y a mí el montante dinerario que me convertía inmediatamente en un candidato al dolce far niente, el despendole y la envidia ajena. No dejaron de molestarme las maniobras y exigencias de quien veía dilapidado su tiempo, sus energías y sus desvelos, como era el caso de mi prima Hortensia pero, más partidario del bufido que del diálogo, no le eximí de aquél y volvió a malgastar su tiempo, sus energías y sus desvelos con un picapleitos que le sorbió hasta los tuétanos.
Mi tío, como haciendo honor al tópico del solterón, era propenso a excentricidades y humoradas. No he dicho que la que a mí me afectaba por mor del testamento resultó, cuando menos, engorrosa. Mi tío parecía haber querido que siempre lo tuviese en la memoria, aunque no fuera para bien. Si quería disfrutar de las mieles emanadas del testamento, no debería volver a pisar un campo de fútbol, una iglesia ni un vehículo provisto de motor. Bien estaba lo primero: pese a mi desmantelada pasión por el deporte, se trataba de un sacrificio tolerable, vistas las compensaciones. Lo de la iglesia, dada mi poca afición a las vestiduras talares, no era para corregir ninguna desviación sino que respondía con coherencia a las corrientes ideológicas de mi pariente, para algunos un tanto trasnochadas pero a las que obedecían las tres prohibiciones del testamento: fútbol, religión y coche constituían el opio del pueblo. Salvaba la televisión, contra la opinión de tantos, porque entendía que bien llevada podía resultar educativa. La oclusión de las iglesias a efectos de mis visitas no me preocupaba por la dificultad de recepción de los sacramentos sino por la imposibilidad de asistir a bodas, funerales, bautizos y comuniones, lo que siempre podía despertar la sospecha o la inquina de algún resentido.
Lo del automóvil era peor, porque me recluía prácticamente en mi casa de Caspe. Sí, podía viajar en elementos de tracción animal pero ni burro ni bici ni coollie ni patinete ni carro ni silla de manos eran propios de mi edad y condición y, por otra parte, no me servían ni para llegar a la capital de la provincia.
Mi tío Oriol volvía a hacer gala de su progresismo en otra de las cláusulas del testamento. En caso de que se me sorprendiese contraviniendo las condiciones, el remanente pasaba íntegro a la CNT, a la que se resarcía así, aunque fuese en pequeña parte, del expolio y no devolución del patrimonio sindical.
Ya me veía en trance de ser seguido, controlado, avizorado y espiado por elementos de este sindicato que, si no pecan de avariciosos tampoco les amargarán los dulces. He aquí, pues, que debía optar entre los muchos millones y ser un desterrado en mi propia casa o continuar en el pueblo y ser el mediocre de toda la vida. Opté por lo primero y trasladarme a la capital del reino, cosa que hube de hacer andando, porque las carreteras nacionales no están para burros ni bicicletas. Aún siendo la vida más onerosa en estos reductos de la capitalidad, pensé que tendría más oportunidades de solazarme y ostentar el nuevo «status». Adquirí un chalet en Montero y Ríos, lo llené de moblaje y cachivaches, contraté un ama de llaves -especie en extinción, por lo que me costó dar con una- y me dispuse a acumular placeres con el entusiasmo propio del neófito. A mi prima Hortensia le escribí una postal de gatos -dicen que son egoístas- ofreciéndole el nuevo domicilio.
Poco a poco me fui haciendo con la nueva situación: rehuía los kioscos para que los titulares del Marca no me despertaran el gusanillo; los templos cristianos en Madrid no abundan pero en cuanto veía una torre cuyo campanil hendía el cielo, tomaba la dirección opuesta; y, respecto a los vehículos, no creo que en Madrid ni en otro lugar del globo pueda uno privarse de su vista, así que aprendí a desenvolverme entre ellos igual que con los inferiores: como si no existieran.
Dicen que en las grandes ciudades es difícil hacer amigos. Discrepo. En Madrid, el público es abierto a beber de gorra y, cuando menos se espera, ya te están proponiendo bureos y jeribeques. Hice amigos y hasta amigas, yo que siempre me había caracterizado por la indiferencia con la que me trataba el hembraje. Con una de ellas estaba, no se me olvidará el día, en una terraza de Rosales y poniendo a caldo a los vecinos de mesa, cuando me salió con este floreo.
-Gregorio, ¿por qué no nos vamos un fin de semana a Zamora?
-No -concedí elocuente.
Parece que se mosqueó, lo que me produjo la misma inquietud que un errátil vilano. En éstas, unos señoritos -pijos, dicen ahora- entraron a polemizar. Hubo un revuelo de brazos y objetos y el que a mí me otorgó la suerte fue una botella de Mahou que me cayó en la cresta. Sangre, patatús, suspiros, un taxi, Urgencias… Era un derrame de nada pero me introdujeron en una ambulancia para que se me observase en el Gregorio Marañón. Siempre me tratarán mejor en la casa de un tocayo, pensé con agudeza de pingüino. Y no es que no lo hicieran bien. Es que hubo atestado, habría juicio posterior, dado el origen del accidente, y mis trayectos en dos vehículos, que hasta entonces hubieran podido pasar inadvertidos, se expondrían ahora a la luz pública. Nada se decía en el testamento de que la prohibición automovilística dependiese o no de mi voluntad, con lo que habría que optar por la peor.
Que la justicia en España compite con el quelonio es cosa harto comentada. Pasé unos mesecitos de congoja, que se los deseo al ministro de Hacienda. Con el agravante de que, conociendo la indiscreción y el talante envidioso de los prójimos, no podía compartir con nadie mis cuitas.
Hoy día la mujer, pese a los bramidos de los impacientes, ha puesto el mingo en todas las casillas del mundo laboral. Me busqué una abogada cuyas gracias no son para contar: Aguda como el hambre, maciza como adoquín bilbilitano, dulce como mazapán de Estepa, inteligente como su hijo de usted, sonriente y resuelta que no había fiscal que se le resistiese. Enamoréme y ya se pueden suponer que me ocurrió como a Manolo Escobar en Juicio de faldas con Conchita Velasco. Y, además, en la vista, salió todo como hubiéramos deseado. Los de la CNT, absortos en otros tejemanejes, no se enteraron de nada, el seguro me indemnizó por la cuquera y enamoréme. Y a Mari Jose, que así se llamaba pese a ser letrada, parece que también le afectó positivamente la identidad de este caspolino y, tal vez, el conocimiento de mi situación financiera.
Sin arraigadas convicciones religiosas es difícil triunfar en este país. Además de su competencia personal y profesional, Mari Jose tenía las suyas. Puesta en la tesitura de dar cauce al romance, no opuso impedimento alguno. Pero, aun en secreto, había que casarse con cura. Ella se encargaría de organizarlo todo de forma que no trascendiese.
Trascendió. El cómo, que lo cuente ella, que tuvo la culpa de todo. Y nada más interesante me ha pasado en la vida.
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