(Publicado en Cruz Ansata, Universidad Central de Bayamón, Ensayos. Vol. 9, 1986, pp. 83-88).
Hay un afán de transmutación, de fusión en todo poeta auténtico que no ha sido, quizá, del todo atendido. El creador construye para fomentar el olvido de la apariencia, para recubrirse de un manto conceptual y abandonar el mundo exterior que revoca su interioridad. Ese afán de reencuentro ha sido interpretado sicoanalíticamente por Marie Bonaparte, Bachelard, Rank, Burke y otros como una nostalgia del magma primigenio, del socorrido líquido amniótico. Pero don Francisco lo vio: “En los claustros del alma la herida/yace callada». Toda herida mana y exige un apósito, es una fuente que, al brotar, reclama materia que compense lo que entrega. Quien la descubre desea viajar hacia ella, ser, más que herida, manantial de sangre, fuerza que, silenciosa, instituya. ¿Qué es la metáfora sino institución de una realidad más satisfactoria, más acorde? ¿Qué es sino transmutación, verbo rebelde?
El camino recorrido por Rosendo Tello es uno de los más difíciles de nuestra última poesía y la escasa atención que ha merecido resulta reveladora. Su aspereza de fondo, desmentida por lo deslumbrante de su ritmo, conlleva una dificultad más que añadir a lo arduo de su desentrañamiento. ¿Qué diáfano sentimiento no comporta resistencia? La recurrencia a la musa del poema en prosa preliminar – que alude a formas mitopoéticas engarzadas en el subconsciente, tan bien estudiadas por Frye, y que contiene ecos sutiles del poeta de poetas, San Juan- es ejemplar en este sentido: “… y si una imagen se me ofrece de frente, debo cerrar los ojos para decir: “Yo dentro; yo la flor que no huele, el enramado erial, la pasión de la piedra y del estanque que zumba”. Hay aquí un claro desafío a los sentidos. La vocación platónica del poeta le hace desechar la apariencia pero todo desprecio insinúa una preliminar seducción. Jamás el poeta puede escapar de la controversia, Rosendo Tello bucea hacia el interior temiendo a ser deslumbrado por el feroz destello de los sentidos. La naturaleza, el mundo físico atraen de tal modo al poeta que asumir su fascinación tal vez sería negarse a sí mismo. Y ya tenemos aquí al hombre que oscila entre la tierra y el cielo, entre el cuerpo y el alma, que trata de proyectarse en el cosmos y, a la vez, asumir su belleza. Extendámonos en esta cuestión pues, tarde o temprano, el verdadero creador es atrapado en sus redes de plata, en su estricta telaraña, tal vez, en sus cantos de sirena. El riesgo es doble: perder la identidad o perder el tiempo, desperdiciar la vida; el éxito de fundir los dos extremos, improbable. Como en cualquier empresa, sólo la voluntad de afrontar el máximo riesgo justificará el paso dado.
La voluntad de penetración, de recorrer senderos inusitados y, por consiguiente, amenazadores no arredra al poeta que sabe de las pruebas que ha de sufrir el héroe y sabe también de lo irrisorio de la meta: “un camino maldito para quien persevera”. Es, en efecto y como ya se ha dicho, el buceo en lo íntimo una de las constantes de esta poesía. Pero toda interioridad es dual y ha de asumir, por tanto, su reflejo exógeno. Todo está dentro y lo exterior no es sino el espejo, la apariencia de la que se desconfía pero tan necesaria para reconocernos. Tello cultiva una suerte de platonismo inverso que si por un lado lo conecta con la mística, especialmente con los místicos quietistas, por otro, lo vincula con lo esencialmente material. No hay deseo en estas meditaciones; no hay desacuerdo ni inaceptación sino un intenso afán de inmiscuirse en lo telúrico, de integrar trascendencia. Tal vez por ello sea un libro profundamente simbólico donde los cuatro elementos aparecen por doquier como una mesura de la pasión por lo primordial, quizá también –otra vez la dualidad- de atracción por lo informe. Y allí se reconoce esa tierra de piedra, aire, sol y aguas lustrales que no es un paisaje mudo, estático y pasivo sino que, como esa “luz susurrante” de la que el poeta nos habla, dinamiza el pensamiento al tiempo que lo aplaca. Que hace surgir destellos o sume en modorra lunar. Por ello, las rosas de fuego y un tamizado quietismo son susceptibles de combinarse en un mismo poema. Por ello, el poeta, desgajado de su medio, busca la integración, la vuelta a la infancia en el poema séptimo, a la tierra primordial en el poema ocho, al olvido representado por el sueño que es fundación en el noveno poema. Ha quedado atrás el conflicto con el mundo (el viaje terrible al exterior del primer poema) para insistir en la desazón de quien sabe que nunca podrá llegar totalmente a lo más hondo y llama a la tierra madre cruel y descarnada, tanto más atractiva por lo aviesa y terrible que por lo maternal y fluente. La circunstancia es ajena, lo telúrico devora a lo solar, el peta se ouroboriza, metamorfosea y muere para resucitar. Se transmuta no en un acto de voluntad sino mediante una epifanía en la percepción, una apoteosis receptiva que, al fin, penetra más por el alma quieta que a través de los sentidos. Así la luz será el deslumbramiento de la llama íntima; la memoria, recurrencia del caos fundido en la inteligencia ávida, la naturaleza, la fuerza mágica que despertará el sentido: “cuernos de la espesura” que, en poderosa simbiosis, negarán el tiempo y aclamarán el espacio.
Libro tan conectado con la tierra es imposible que prescinda de “su” tierra y ésta, Aragón, es leit-motiv incesante a lo largo del mismo. De hecho, Meditaciones de medianoche se incluye en una pentalogía (Paréntesis de la llama, Libro de las fundaciones, Baladas a dos cuerdas – ya publicados – y Las estancias del sol – inédito -) cuyo “tema” había de ser el reino natal del poeta. Pero la poesía reclama espacio, para ella cualquier localismo es ilusorio. Machado podría haber escrito de Cuenca lo mismo que de Soria, Fray Luis, de un carmen granadino igual que de su huerto charro, Whitman hubiera construido sus poderosos cantos en la Pampa argentina del mismo modo que en la pradera yanqui. Rosendo Tello mantiene, sin embargo, que la tierra nativa configura un talante, una forma de entender y de estar en el mundo, en el caso de Aragón, menos chata de lo que se ha querido ver. Su libro sería el mejor exponente de ello; del dominio del matiz sobre la vozarrada, del clasicismo sobre el expresionismo, de la sensibilidad sobre la intemperanza. Aragón, para el autor, es un espejo que, finalmente, no se sabe si refleja o es reflejado, como cualquier espejo y de ahí la fascinación y, al tiempo, el terror que ejerce este objeto sobre cualquier artista que ve en él la verificación positiva de su desdoblamiento interior junto con la asechanza de la esquizofrenia, tan bien intuida por el temor popular a su rotura que, al devolver centuplicada la imagen, fragmenta, por tanto, la identidad.
El jardín prometido al que peregrina el poeta no es otro que la luz, aspiración e idea esencial de toda verdadera poesía. Es inusitada la cantidad de palabras que sugieren o connotan este concepto. Trece en el poema 21, cogido al azar, que consta de catorce versos. Pasar de la zona de luz a la zona de sombra, o viceversa, es trayecto inexcusable para el creador, transgresión también ejemplificada por el espejo que nos devuelve la otra cara de la realidad, que nos funde con el cosmos, espejo de la memoria divina que incluye hasta los más fugaces reflejos del azogue. Al fin, el arte es otro espejo ilusorio capaz, en ocasiones, de contener el mundo y el artista un diosecillo menor, un demiurgo de andar por casa.
Cuesta usar palabras tan delicuescentes, pero es imposible referirse a estas Meditaciones sin hablar del extraordinario rigor formal ya presente en anteriores libros del autor, de la estudiada disposición de acordes y disonancias, de la sugestión y originalidad de sus imágenes, de la poderosa fuerza mítica de sus alusiones cíclicas, a caballo entre lo lunar y lo heliosístico. Pero también aparecerá lo cercano, lo inmediato y familiar. El lírico no puede prescindir del reconocimiento a los seres y ámbitos amados. De algún modo, la pregunta vuelve a ser la misma: ¿Hay algo fuera de mí? Si lo hay, el poeta tratará de atraparlo zarceando desesperadamente. Su visión de la tierra aragonesa y su espíritu jasco será desolada pero llenará de luz y fuerza, las gentes podrán ser extrañas pero en ellas rebotará amplificándose, la voz lírica, el verano será tiempo, y como tal, falaz pero traerá las pasiones, los olvidados arrebatos, lo incomprensible del instinto, la entrevisión de una plaza servirá para corporeizar el recuerdo y la memoria.
No es extraño que con todo este bagaje la poesía de Tello adolezca de cierta tendencia discursiva, de algún exceso de adjetivación. El material lírico se aborbotona y preciso es medirlo, licuarlo, quizá filtrarlo roturándolo bajo los auspicios de la Quimera, labor en la que este poeta es maestro. La selección y riqueza del léxico, el profundo y oscuro, o cálido y suave, ritmo de los versos, la disposición sinfónica de muchos poemas nos hablan de la estrecha relación que para el autor – en muchos aspectos, un presocrático- tienen poesía y música; el predominio de los adjetivos cromáticos nos traslada, en cambio, a un ámbito donde la retentiva visual, la captación hiperestésica, la retina y su memoria ejercen su influjo ante un alma que de puro esencial teme parecerlo en exceso.
Y, por otro lado, hay un fuego que amenaza desbordarse y que el escritor, a duras penas, contiene. En Tello hay un poeta torrencial, visionario, lautreamontiano que, quién sabe si por convicción, teoría poética o pavor de sí mismo, el autor constantemente refrena. Pero adivinamos su reflejo, sentimos su reverberación, el canto arisco de los versos que susurran simulando. Un resplandor ígneo, como de lava, se desprende de esta poesía que, sin embargo, no arrebata sino que sume en una suerte de alado estupor, de plenitud intuida.
Pero, tal vez, todas estas palabras no sean otra cosa que yesca sin fuego, polvo de viruta, remedo de remedos. Que sea el poeta quien, una vez más, justifique la audacia del hermeneuta o vocero poniendo colofón ilustrativo a esta meditación de meditaciones:
Todo lo que medito quizá dormido estaba
en otro espacio oscuro y yo lo estoy soñando
como en una leyenda
dibujada en el agua con muy hábiles dedos.

[…] publicado en estas páginas un estudio sobre otra obra del autor, https://javierbarreiro.wordpress.com/2011/11/13/una-poesia-de-la-reverberacion-meditaciones-de-median… como amigo íntimo, colega y cómplice del poeta de Letux, me uno a estas jornadas con el […]